Basado en hechos reales
El intenso silencio que se provocaba ante la expectación de que su voz de micrófono comenzara el relato, cuento o fábula, y el deseo de escuchar sus palabras, me hacían tiritar, no de frio, pues estábamos junto a la chimenea, sino de emoción, y se hacía sepulcral cuando aguantaba la respiración para no entorpecer el proceder de su memoria, ya que, no sé si por mantenernos atentos o porque según avanzaba en edad necesitaba más tiempo para recordar, solía hacer largas pausas, entonces comenzaba.
No tenía muchos, casi siempre eran los mismos, bien es cierto, pero las más de las veces variaba los finales, de ese modo nos mantenía en tensión, excepto el de éste que nos ocupa que siempre tenía el mismo fin.
Algunas tardes, mi padre, del crudo invierno, cuando las inclemencias del tiempo nos impedía ejercer las labores a cada uno adjudicadas, solía aprovechar la reunión de sus nueve hijos en torno a la lumbre de la cocina, entre aquel fuego necesario para ahumar la cecina, nuestros ojos, los de sus ocho hijos y los míos muy especialmente, se crecían, se hacían más grandes, más redondos, enormes, a punto de salírseme de las pupilas, unos ojos que revoloteaban como luciérnagas alrededor suyo, poniendo gran interés en todo lo que decía.
Nuestras orejas ocupaban los espacios libres que quedaban entre pancetas, morcillas, costillas, salchichones, lomos y jamones, se extendían hacia todos los lados del habitáculo, mi madre, la pepi, el manolo, el susi, la carmen, el pedrito, el carlos, el enrique, la charo y el germán, queríamos captar y ocupar aquel momento íntimo y familiar para que nada de lo que allí se iba a contar escapase al exterior sin ser procesado, deseosos de escuchar el relato, cuento, fábula o canción -que también solía cantar, silbar y tatarear- y sobre todo para no perder detalle alguno de los movimientos de sus fuertes brazos, de sus castigadas manos, de cómo la dureza en sus expresiones se iban suavizando, de amplias arrugas a gestos suaves, con guiños y muecas que transformaban su mirada, extrema y dura, a veces, a intensa y pura inocencia.
La fábula del mono sabio, la canción de la perra zarangutina, o el relato de la famosa vaca, aquélla que se disputaban dos vecinos del pueblo de Logrosán; uno (a) decía que el animal era suyo pues lo había comprado él, el otro (b) que el vacuno le pertenecía porque, demasiado a menudo, la vaca acostumbraba a entrar en su cerca que, al parecer, tenía mejores pastos.
Continuaba relatando que, tras la oportuna denuncia, ambos vecinos se personaron ante el juez, a fin de que éste resolviese el dilema de a quién pertenecía el animal, sentencia judicial que nunca nos desveló pues no es esa la cuestión de la que trata este asunto.
Se trataba, para finalizar, de que ambos contrincantes o disputantes de la propiedad animal, habían contratado el servicio de dos letrados, esposos, que tenían un hijo, que estuvo presente durante la celebración de las vistas escuchando los argumentos, fundamentaciones y pruebas de los encausados, de los testigos de ambos y por supuesto del actuar de sus progenitores y del señor juez.
Viendo que no se llegaba a ninguna conclusión y que todo se alargaba día tras día, sesión tras sesión, el hijo de los abogados preguntó a sus padres:
- ¿Papá, mamá, de quién es la vaca, de a o de b?
- Ellos respondieron –de ninguno de ellos, ahora la vaca es una parte nuestra y parte del juez-.
A mi padre, Jesús Parrina.
Madrid, 19 de marzo de 2015
Pedro Moreno Parrina